La puerta ©
Una fría gota de sudor recorre el sendero infinito de la espalda de César Cruz. Estaba seguro de que se encontraba frente al apartamento indicado, al menos eso le hacía creer la dirección que tenía escrita en un papel muerto. Ahí tenía que estar, pero una voz adentro de él le gritaba que se había perdido. Esa voz le estrangulaba con sus largos y huesudos dedos, le había intentado ahogar desde que era niño; pero siempre había una campana que evitaba que aquella sólida voz le ahorcara. Ahora, en ese momento, ¿quién le salvaría? No veía ninguna campana cerca. Buscó en lo más profundo de su mente y no le hallaba, mientras los huesudos dedos apretaban más fuerte, y el aire se alejaba de César poco a poco. Intentos de gritar se escapaban de su boca llena de lombrices negras y blancas, mientras se enfocaba con toda su fuerza en abrir los ojos y poner todo en su lugar. Sin embargo, sus párpados habían sido cosidos y cualquier intento de romper aquel hilo era nulo.
Cruz se sumergía en tinieblas temblorosas, cuando el único sentido que le quedaba libre le extendió la mano, pudo escuchar todo a su alrededor y parecer más vivo que nunca. El traqueo lento de la puerta que tenía enfrente, le descoció los párpados, y separó aquellos dedos de su cuello. Ya podía ver, y observó cómo se abría, no del todo, la puerta. Por el espacio entreabierto pudo sentir cómo sus ojos eran abofeteados por la oscuridad. Sin poder parpadear, hacía figuras de demonios que reinaban en aquel espacio sin luz. Ahora los delgados dedillos recorrían suavemente su nuca. De pronto, una gran pata de cucaracha salió de la oscuridad y se aferró a la puerta. Una marea de recuerdos se estrelló contra el inmóvil César.
En ese momento, Cruz regresó a su niñez. –Tienes que ser un hombre valiente, no como tu difunto y miedoso padre. –Esas palabras hacían eco en la mente de él. Cuando era niño, era lo único que César escuchaba cuando era encerrado en el oscuro sótano. El indefenso pequeño en pocos segundos era invadido por cantidades imaginables de cucarachas, que andaban por su cuerpo regalándole caricias importunas de sus patas espinosas. Gritos ahogados se acumulaban en su garganta, mientras aparecían por primera vez unos dedos pequeños que amenazaban con ahorcarle. Aquel infierno terminaba hasta que su madre sonaba una campanilla y le dejaba salir.
Con la mirada borrosa llena de esos recuerdos, César observaba la pata de la gran cucaracha, que no desaparecía como las figuras de los demonios dentro del apartamento. Parecía más real que su cuerpo, el cual no podía ver. Sin pensarlo dos veces se levantó y caminó, guiado por algo más que la curiosidad, hacia la puerta. Ya no era él.
La puerta se abrió por completo lentamente, un rechinido sordo le pudo prender la piel; pero seguía viendo fijamente la oscuridad con su mirada borrosa. De pronto, el cuerpo de la gran cucaracha, de la misma estatura que él, apareció en la entrada del apartamento. Tenía un rostro humano tan común que Cruz no lo pudo distinguir, no obstante, el sombrero que llevaba puesto…ese sombrero era idéntico al que había perdido horas antes. – Pasa –dijo la cucaracha con una naturalidad estremecedora. César entró sin pensarlo. – Ves, no está tan apestoso, después de todo. – Al terminar de decir eso, abrazó al hombre, que ya no tenía expresión. La mugre de la cucaracha quedó impregnada en la ropa de César, se deslizaba por su camisa irreconocible. Sabía que toda su piel estaba llena de fluidos indescriptibles, pero no podía limpiarse… estaba atrapado. –Te he estado esperando, sé el porqué de tu visita, y tengo lo que necesitas. – Cruz balbuceo algo y lo único que vio fue la campanilla que había sacado la cucaracha. Pestañeó y la campanilla estaba en su mano, tan brillante y tan anhelada. Su brazo se había vuelto increíblemente más delgado, se tornó de un color café nauseabundo y ahora tenía espinas, pero no lo notó, solamente tenía ojos para la campanilla. Quiso agradecerle a la cucaracha, mas ya no estaba. Después de unos minutos con la mirada en su ansiado objeto, volvió la vista hacia la entrada del apartamento, y se vio a sí mismo tirado fuera de aquel hogar no tan apestoso, con los ojos extraviados…se miró por unos segundos y aferró la campanilla con una patay con otras dos cerró la puerta.
Cruz se sumergía en tinieblas temblorosas, cuando el único sentido que le quedaba libre le extendió la mano, pudo escuchar todo a su alrededor y parecer más vivo que nunca. El traqueo lento de la puerta que tenía enfrente, le descoció los párpados, y separó aquellos dedos de su cuello. Ya podía ver, y observó cómo se abría, no del todo, la puerta. Por el espacio entreabierto pudo sentir cómo sus ojos eran abofeteados por la oscuridad. Sin poder parpadear, hacía figuras de demonios que reinaban en aquel espacio sin luz. Ahora los delgados dedillos recorrían suavemente su nuca. De pronto, una gran pata de cucaracha salió de la oscuridad y se aferró a la puerta. Una marea de recuerdos se estrelló contra el inmóvil César.
En ese momento, Cruz regresó a su niñez. –Tienes que ser un hombre valiente, no como tu difunto y miedoso padre. –Esas palabras hacían eco en la mente de él. Cuando era niño, era lo único que César escuchaba cuando era encerrado en el oscuro sótano. El indefenso pequeño en pocos segundos era invadido por cantidades imaginables de cucarachas, que andaban por su cuerpo regalándole caricias importunas de sus patas espinosas. Gritos ahogados se acumulaban en su garganta, mientras aparecían por primera vez unos dedos pequeños que amenazaban con ahorcarle. Aquel infierno terminaba hasta que su madre sonaba una campanilla y le dejaba salir.
Con la mirada borrosa llena de esos recuerdos, César observaba la pata de la gran cucaracha, que no desaparecía como las figuras de los demonios dentro del apartamento. Parecía más real que su cuerpo, el cual no podía ver. Sin pensarlo dos veces se levantó y caminó, guiado por algo más que la curiosidad, hacia la puerta. Ya no era él.
La puerta se abrió por completo lentamente, un rechinido sordo le pudo prender la piel; pero seguía viendo fijamente la oscuridad con su mirada borrosa. De pronto, el cuerpo de la gran cucaracha, de la misma estatura que él, apareció en la entrada del apartamento. Tenía un rostro humano tan común que Cruz no lo pudo distinguir, no obstante, el sombrero que llevaba puesto…ese sombrero era idéntico al que había perdido horas antes. – Pasa –dijo la cucaracha con una naturalidad estremecedora. César entró sin pensarlo. – Ves, no está tan apestoso, después de todo. – Al terminar de decir eso, abrazó al hombre, que ya no tenía expresión. La mugre de la cucaracha quedó impregnada en la ropa de César, se deslizaba por su camisa irreconocible. Sabía que toda su piel estaba llena de fluidos indescriptibles, pero no podía limpiarse… estaba atrapado. –Te he estado esperando, sé el porqué de tu visita, y tengo lo que necesitas. – Cruz balbuceo algo y lo único que vio fue la campanilla que había sacado la cucaracha. Pestañeó y la campanilla estaba en su mano, tan brillante y tan anhelada. Su brazo se había vuelto increíblemente más delgado, se tornó de un color café nauseabundo y ahora tenía espinas, pero no lo notó, solamente tenía ojos para la campanilla. Quiso agradecerle a la cucaracha, mas ya no estaba. Después de unos minutos con la mirada en su ansiado objeto, volvió la vista hacia la entrada del apartamento, y se vio a sí mismo tirado fuera de aquel hogar no tan apestoso, con los ojos extraviados…se miró por unos segundos y aferró la campanilla con una patay con otras dos cerró la puerta.