Leyendo un libro eterno, en una estación caduca. ©Vuelvo, con la lluvia despeinada de mayo,
a cargar el temor de mis labios. Dicen que ya estoy viejo para recorrer estos azules callejones. Alguien dijo que entre más viejo uno menos artesano de sonrisas parece. Me niego a creerlo. Qué manía la mía, esperar en estaciones caducas a viajeros imaginarios. Qué empeño el mío Leer, en una sucia banca, un libro al que no le encuentro final. Y ante la ausencia de tu rostro, Me esfuerzo por recordar una noche, una acera, un bus estacionado. Por lo pronto, Extraño el verde traje que nunca te gustó cuando volaba solitario encima de los techos del apagado caserío. |
Sala de redacción. ©
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El arcoíris. © (fragmento)
Mariana me propuso hacer un arcoíris. Ella dijo que mis ojos tenían luz y yo le creí al ver los suyos destellando. Ardía de ganas de hacer un arcoíris conmigo, me lo dijo con insistencia, así que no dudé en aceptar su propuesta y nos dimos a la tarea de hacer colores.
Bajamos del autobús y caminamos por la ciudad, recorrimos un parque lleno de palomas, una avenida con adoquines imperfectos y contemplamos por unos segundos una fuente, circundada por una baranda de metal, que chorreaba con pereza. Nos dirigimos a un edificio viejo. De madera. Pintado de amarillo. Horrible. Ella me tomó del brazo y me dirigió hasta el fondo de un largo pasillo tibiamente iluminado. Abrió la puerta que tenía un rótulo de una silueta femenina. Ahí, en la frialdad de un azulejo envejecido, me propuso hacer el arcoíris, pero tal fue mi congoja y el temor porque ingresara alguna dama urgida de una necesidad fisiológica más que la de hacer un arcoíris, que sólo logré lanzar tonos grises. Ese primer intento fue un fracaso. Ella entendió mi pesadumbre y salimos con rapidez del lugar.
En la calle ella me rozó la mano y vi chispitas coloridas desparramarse en el asfalto. Nos miramos. Sonreímos como tontos. De inmediato me dijo que conocía un lugar cercano, a un lado del antiguo cine. Entramos por un callejón, pero todo estaba cerrado. No pudimos entrar. Vi que sus ojos estaban más resplandecientes, y supongo que los míos también. Casi podía ver los colores del arcoíris en sus labios.
Sin dejar de emocionarse me llevó corriendo a otro lugar. Abrimos un portoncito de hierro que daba a un patio lleno de llamativos rosales. Estaba entreabierta una puerta de madera, ella dio dos golpecitos con la mano derecha y sin esperar respuesta entró. En un mostrador había un tipo físicamente extraño que la saludó amablemente. Tenía apariencia tenebrosa con esas grandes orejas y esa nariz protuberante que dividía a dos oscuros y hundidos ojos adornados por esas terribles manchas en sus párpados inferiores. Mariana le dijo algo en voz baja que yo no entendí y de inmediato el hombre nos señaló una puerta, a la que nos dirigimos sin demora. Adentro había un sol rebotando en las paredes, una tímida nube arrinconada a un viejo armario y viejos manchones de colores esparcidos en un piso de tablones cálidos.
Bajamos del autobús y caminamos por la ciudad, recorrimos un parque lleno de palomas, una avenida con adoquines imperfectos y contemplamos por unos segundos una fuente, circundada por una baranda de metal, que chorreaba con pereza. Nos dirigimos a un edificio viejo. De madera. Pintado de amarillo. Horrible. Ella me tomó del brazo y me dirigió hasta el fondo de un largo pasillo tibiamente iluminado. Abrió la puerta que tenía un rótulo de una silueta femenina. Ahí, en la frialdad de un azulejo envejecido, me propuso hacer el arcoíris, pero tal fue mi congoja y el temor porque ingresara alguna dama urgida de una necesidad fisiológica más que la de hacer un arcoíris, que sólo logré lanzar tonos grises. Ese primer intento fue un fracaso. Ella entendió mi pesadumbre y salimos con rapidez del lugar.
En la calle ella me rozó la mano y vi chispitas coloridas desparramarse en el asfalto. Nos miramos. Sonreímos como tontos. De inmediato me dijo que conocía un lugar cercano, a un lado del antiguo cine. Entramos por un callejón, pero todo estaba cerrado. No pudimos entrar. Vi que sus ojos estaban más resplandecientes, y supongo que los míos también. Casi podía ver los colores del arcoíris en sus labios.
Sin dejar de emocionarse me llevó corriendo a otro lugar. Abrimos un portoncito de hierro que daba a un patio lleno de llamativos rosales. Estaba entreabierta una puerta de madera, ella dio dos golpecitos con la mano derecha y sin esperar respuesta entró. En un mostrador había un tipo físicamente extraño que la saludó amablemente. Tenía apariencia tenebrosa con esas grandes orejas y esa nariz protuberante que dividía a dos oscuros y hundidos ojos adornados por esas terribles manchas en sus párpados inferiores. Mariana le dijo algo en voz baja que yo no entendí y de inmediato el hombre nos señaló una puerta, a la que nos dirigimos sin demora. Adentro había un sol rebotando en las paredes, una tímida nube arrinconada a un viejo armario y viejos manchones de colores esparcidos en un piso de tablones cálidos.
Avenida 4 ©
La ruta a la soledad es un trecho adoquinado
con gentes hechas de hambre y miedo donde cada noche arrastra sombras mi puñado de huesos. La recorro sorteando manos Ignorando lamentos que quieren habitarme. Cada quien roza su muerte en esta escena repetida, que hereda la batalla. La ruta a la soledad es una hilera de tiendas donde venden besos fríos, un gemido de cortina metálica con su vocación a oscurecer. Reconozco sus rincones Sus mil caras quejumbrosas Su fétida marea. Sobrevivo a sus jornadas. Llegar hasta el final Es sólo estar a flote. |
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