Alfredo Montenegro.
Arrecho, el más arrecho entre los Montenegro, y primogénito hasta entre sus primos. Espejo de justicia, trono de sabiduría, causa de nuestra alegría, vaso espiritual, vaso digno de honor, vaso insigne de devoción, rosa mística, torre de David, torre de marfil, casa de oro, arca de la alianza, puerta del cielo, estrella de la mañana, salud de los enfermos, refugio de los pecadores, consoladora de los afligidos y auxilio de los cristianos... decía ser.
- Usted tiene que darle ejemplo a sus hermanos.
Agachaba la mirada ante la orden y soportaba la pulsión parricida. Su breve retorno a la Escuela de Varones le recordó las infelices noches donde cambió el trago por el rito existencial. Era viernes, como todos los viernes cuando llueve: zapatos humedecidos, incomodidad al caminar, pantalones pesados, espalda encorvada, una mano en el bolsillo y la otra tiesa de sostener el paraguas, hombros arriba, mirada al suelo, bulla mental. Reacción virulenta le provocó escuchar a lo lejos a sus antiguos compañeros de rito.
Alfredo se auto-egresó de la Escuela de Varones: pandilla, mara, aula marginal donde la bienvenida es grata y la salida doliente, rito de paso hacia la plenitud. Decía Alfredo (atendiendo a su orgullo) haber sido neófito por voluntad, aunque fue obligado a iniciarse. Fue el miembro más joven cuando ingresó y condecorado como el más brillante entre los marginales, no por mérito propio sino por genio de la mentira. Así que, cuando pensó que la Escuela más bien le estorbaba, que ya no podía aprender más ahí, simplemente, sin asco, salió del ritual.
Su cabezonería por llegar primero, ser el mejor, el más fuerte, lo hacía avanzar a un paso lentísimo en su rehabilitación y solo él lo sabía. Fue un virtuoso de la farsa y un audaz para evadir la confrontación, como cuando su madre perdió el empleo y él aprovechó la ocasión para abrazarla por primera vez sin sentirse débil o minusválido, para luego, jactarse en la Escuela de sus avances en la vivencia de la emoción.
Siendo auto-egresado se supo dependiente de la Escuela, como el día en que se recriminó desear los pechos de su vecina y pensar, que como iniciado podría justificarse y culpar a la sociedad patriarcal, primero, y a su vecina después, por tender la ropa vistiendo una ropilla transparente; pero no asistió a la Escuela ese día, su obstinado orgullo le hacía pensar que volver le mostraría flaco de carácter. Así, pendejo o como fuera, lo cierto es que había hecho conciencia y a trompadas se hizo espacio en las tareas domésticas; inicialmente para ser visto y luego por justicia.
Alfredo Montenegro era correcto, aristócrata en sus modos y recio, todo un ejemplo. No tuvo amigos (le estorbaban), su choza en el monte fue cueva, sorteaba las fiestas y cualquier situación que lo dejara vulnerable.
-Antes era fácil. Ser un bailarín magnífico bastaba para el cortejo, ahora no hay siquiera eso. ¡Usted! ¿Se atreve a hacerme un cumplido? ¡Jódase! ¡Usted! Descarado... ¡¿Cómo se atreve a invitarme a un café?! ¡Usted! ¡USTED! Y yo, cabizbajo… ¡Escuela de pendejos debiera llamarse!
Se daba en pensar que el solo hecho de ser iniciado tendría que cubrirle con un aura de distinguida erudición, como si encarnara al Hombre Nuevo guevarista.
Un día, sin asco, decidió sencillamente olvidar esa quimera. Cargaba en sus hombros el peso enorme de los distinguidos modales, se reprimía mirar a las mujeres al rostro por el miedo a convertirlas en objeto de sus masturbaciones. Llevaba consigo la pesadez de expresar emoción donde no había ni nervios. ¡La angustia de ser visto en pecado! Eso lo atormentaba más.
Como una tentación del mismo diablo, llegó a su casa una carta que parecía también un desahogo, como alguien que en la desesperación escribe y envía a la primera dirección que encuentra. Por su manía de huir de la confrontación, sintió que una relación puramente intelectual era todo lo que necesitaba para formar un vínculo afectivo sin ser herido. Así que, sin mentir pero omitiendo los detalles vergonzosos, día a día le escribía a la chica una parte de su vida.
Él, que ya le había compartido a la mujer casi toda su existencia, se sentía impresionado por el interés que ella carta a carta le manifestaba. Incluso en una ocasión, hasta se sintió querido, o más bien, deseado. La última epístola que recibió, llevaba una fotografía suya: morena, calzaba sandalias, vestía un mezclilla azul ajustado, piernas carnudas, caderas anchas, blusa de tirantes, cintura delgada, brazos tonificados, pechos pequeños, cuello delicado, mentón pronunciado, boca africana, nariz fina, ojos oscuros, cejas tupidas, frente amplia, anteojos, cabello liso negro y suelto, mirada cómplice, de pierna cruzada, sosteniendo libros y aguantando la risa. Culta, artista, también ingeniera. Alfredo cayó en la obsesión y deseó conocerla.
Acordaron verse en el café del Teatro y desde la mañana de ese día, Alfredo repasó los manuales de la Escuela de Varones y alistó su juego de apariencias. Tenía calculada cada palabra suya, cada gesto tenía años de ensayo, poseía un dominio impresionante de su mirada y estaba perfectamente bien vestido. La chica llegó con una amiga. Alfredo se obstinó. Eso no estaba planeado. Sintió los zapatos de corte inglés apretarle sus campesinos dedos. Fue por la cuenta, no le alcanzaba el dinero. Con el timo de ir al baño huyó a la Escuela.
Reacción virulenta le provocó escuchar a lo lejos a sus antiguos compañeros de rito, se sintió débil, pero entró al fin. Se secó un poco el agua de lluvia y fue cordial en corresponder el saludo de sus compañeros. El ritual estuvo como de costumbre, a pesar de que durante la proclamación del manifiesto Alfredo estalló en llanto, agradeció a algunos su amistad y (mientras unos que proclamaban trataban de calmarlo con genuinas muestras de afecto) simplemente, sin asco, se suicidó.
Autor: Leonidas.
- Usted tiene que darle ejemplo a sus hermanos.
Agachaba la mirada ante la orden y soportaba la pulsión parricida. Su breve retorno a la Escuela de Varones le recordó las infelices noches donde cambió el trago por el rito existencial. Era viernes, como todos los viernes cuando llueve: zapatos humedecidos, incomodidad al caminar, pantalones pesados, espalda encorvada, una mano en el bolsillo y la otra tiesa de sostener el paraguas, hombros arriba, mirada al suelo, bulla mental. Reacción virulenta le provocó escuchar a lo lejos a sus antiguos compañeros de rito.
Alfredo se auto-egresó de la Escuela de Varones: pandilla, mara, aula marginal donde la bienvenida es grata y la salida doliente, rito de paso hacia la plenitud. Decía Alfredo (atendiendo a su orgullo) haber sido neófito por voluntad, aunque fue obligado a iniciarse. Fue el miembro más joven cuando ingresó y condecorado como el más brillante entre los marginales, no por mérito propio sino por genio de la mentira. Así que, cuando pensó que la Escuela más bien le estorbaba, que ya no podía aprender más ahí, simplemente, sin asco, salió del ritual.
Su cabezonería por llegar primero, ser el mejor, el más fuerte, lo hacía avanzar a un paso lentísimo en su rehabilitación y solo él lo sabía. Fue un virtuoso de la farsa y un audaz para evadir la confrontación, como cuando su madre perdió el empleo y él aprovechó la ocasión para abrazarla por primera vez sin sentirse débil o minusválido, para luego, jactarse en la Escuela de sus avances en la vivencia de la emoción.
Siendo auto-egresado se supo dependiente de la Escuela, como el día en que se recriminó desear los pechos de su vecina y pensar, que como iniciado podría justificarse y culpar a la sociedad patriarcal, primero, y a su vecina después, por tender la ropa vistiendo una ropilla transparente; pero no asistió a la Escuela ese día, su obstinado orgullo le hacía pensar que volver le mostraría flaco de carácter. Así, pendejo o como fuera, lo cierto es que había hecho conciencia y a trompadas se hizo espacio en las tareas domésticas; inicialmente para ser visto y luego por justicia.
Alfredo Montenegro era correcto, aristócrata en sus modos y recio, todo un ejemplo. No tuvo amigos (le estorbaban), su choza en el monte fue cueva, sorteaba las fiestas y cualquier situación que lo dejara vulnerable.
-Antes era fácil. Ser un bailarín magnífico bastaba para el cortejo, ahora no hay siquiera eso. ¡Usted! ¿Se atreve a hacerme un cumplido? ¡Jódase! ¡Usted! Descarado... ¡¿Cómo se atreve a invitarme a un café?! ¡Usted! ¡USTED! Y yo, cabizbajo… ¡Escuela de pendejos debiera llamarse!
Se daba en pensar que el solo hecho de ser iniciado tendría que cubrirle con un aura de distinguida erudición, como si encarnara al Hombre Nuevo guevarista.
Un día, sin asco, decidió sencillamente olvidar esa quimera. Cargaba en sus hombros el peso enorme de los distinguidos modales, se reprimía mirar a las mujeres al rostro por el miedo a convertirlas en objeto de sus masturbaciones. Llevaba consigo la pesadez de expresar emoción donde no había ni nervios. ¡La angustia de ser visto en pecado! Eso lo atormentaba más.
Como una tentación del mismo diablo, llegó a su casa una carta que parecía también un desahogo, como alguien que en la desesperación escribe y envía a la primera dirección que encuentra. Por su manía de huir de la confrontación, sintió que una relación puramente intelectual era todo lo que necesitaba para formar un vínculo afectivo sin ser herido. Así que, sin mentir pero omitiendo los detalles vergonzosos, día a día le escribía a la chica una parte de su vida.
Él, que ya le había compartido a la mujer casi toda su existencia, se sentía impresionado por el interés que ella carta a carta le manifestaba. Incluso en una ocasión, hasta se sintió querido, o más bien, deseado. La última epístola que recibió, llevaba una fotografía suya: morena, calzaba sandalias, vestía un mezclilla azul ajustado, piernas carnudas, caderas anchas, blusa de tirantes, cintura delgada, brazos tonificados, pechos pequeños, cuello delicado, mentón pronunciado, boca africana, nariz fina, ojos oscuros, cejas tupidas, frente amplia, anteojos, cabello liso negro y suelto, mirada cómplice, de pierna cruzada, sosteniendo libros y aguantando la risa. Culta, artista, también ingeniera. Alfredo cayó en la obsesión y deseó conocerla.
Acordaron verse en el café del Teatro y desde la mañana de ese día, Alfredo repasó los manuales de la Escuela de Varones y alistó su juego de apariencias. Tenía calculada cada palabra suya, cada gesto tenía años de ensayo, poseía un dominio impresionante de su mirada y estaba perfectamente bien vestido. La chica llegó con una amiga. Alfredo se obstinó. Eso no estaba planeado. Sintió los zapatos de corte inglés apretarle sus campesinos dedos. Fue por la cuenta, no le alcanzaba el dinero. Con el timo de ir al baño huyó a la Escuela.
Reacción virulenta le provocó escuchar a lo lejos a sus antiguos compañeros de rito, se sintió débil, pero entró al fin. Se secó un poco el agua de lluvia y fue cordial en corresponder el saludo de sus compañeros. El ritual estuvo como de costumbre, a pesar de que durante la proclamación del manifiesto Alfredo estalló en llanto, agradeció a algunos su amistad y (mientras unos que proclamaban trataban de calmarlo con genuinas muestras de afecto) simplemente, sin asco, se suicidó.
Autor: Leonidas.