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José Daniel Guevara

Complemento circunstancial espacial en el sur ©

En estos momentos estamos pasando por el lujoso “Paseo Colón “, rayando el sol. ¡Es tan fácil! Rápidamente llegamos al puente que todavía no se llama “puente de la platina”. En poco tiempo veremos la famosa malla y la pista de aterrizaje: donde usted encontraba los coperos y las familias viendo el despegue y el aterrizaje de esas enormes aves.  No voy a despedir a nadie; esta vuelta me despiden a mí.  El 16 de noviembre de 1994 fue mi viaje a Guayaquil. 
Escucho en el parlante: “siete y media de la mañana, mi asiento toca en la ventana” tengo esa canción de Los Prisioneros en YouTube, mientras escribo este relato, muchos años después frente a una computadora y no frente a un pelotón de fusilamiento, pues no soy el coronel Aureliano Buendía,  soy un profesor de estado, casi un mueble del MEP, despidiéndose de los 40, que disfruta de las mieles del capitalismo y sus tecnologías de la información.

Lo tengo por ahí; en mis expedientes X: Mi viaje a Ecuador.  La canción de los prisioneros habla de una Estación Central pero yo estoy  en el aeropuerto Juan Santa María, rumbo al sur y “no voy en tren, voy en avión”; mi primera experiencia de alto y largo vuelo, directo de San José a Guayaquil.
Voy al sur con mi  hermana y sus dos pequeños. Su esposo, un ingeniero agrónomo tuvo que emigrar pues recibió una buena oferta de trabajo en unas fincas de mango en Guayaquil.
¡Mi honorable padre! El orden en sus finanzas,  hizo que yo pudiera acompañar a mi hermana para que no se fuera sola.  

En el estero salado del río Guayas, vine a darme cuenta de mi nombramiento, que no miento. Estaba en el sur y en Costa Rica, para el  Pacífico Sur. Fue mi madre la que me dio la noticia por teléfono de disco: "Nombramiento en propiedad en San Rafael de Platanares de Pérez Zeledón, Colegio Técnico Profesional ¡Véngase!",

Logré “una propiedad” en un lugar remoto y desconocido.  
¿Usted quería una propiedad? Tome, bien riquito; viaje kilómetros de kilómetros hasta San Rafael de Platanares de Pérez Zeledón cuyos pobladores  sólo tenían que subir una pequeña sierra para ver la imponencia del Pacífico sur y bahía Ballena. Mi nombramiento: el poder del nombre y la palabra. La palabra que llevaré a las aulas. La literatura en el sueño de una mariposa. Entre la ficción de la Universidad y la cruda realidad social de un colegio público y rural.




A las siete suena la sirena y hasta las cuatro y veinte, la lira canta versos románticos, (mientras haya jóvenes en las aulas habrá poesía). Viviré el Realismo Mágico de mis estudiantes pero también ellos me dejarán ver el cruel e injusto Naturalismo. Comienza un profesor y sus estudiantes a vivir la experiencia pedagógica en las aulas.

En Pérez Zeledón nació el profe Guevara. Desde el principio frente a mis alumnos, caminando entre pupitres, escuchando sirenas, barriendo o lleno de tiza, cantando Hijo de la luna o Mariposa Tecnicolor.  ¡Si tuviera una mirada retro y pudiera ver esos episodios!.

Al regreso de la Península de Guayas, mis eternos padres  llegaron  desde Canadá de la Suiza hasta el aeropuerto a recibir “al hijo pródigo” o la oveja negra.
Nada como la casa de Canadá con el artesonado de laurel y cedro de la finca La Cristina; en el corredor, la montaña al frente; imagino que leí el telegrama que estaría en la mesa redonda de madera. Lástima que se perdió, ¿qué se perdió? solecismo, ¿la mesa o el telegrama? El telegrama del MEP, lo hubiera conservado, de seguro “pal Face”.

Sabiendo como soy, es lógico que me di a la tarea de investigar dónde estaba el colegio  y probablemente localizarlo en el mapa de Costa Rica. No recuerdo  los detalles, pero me trasladé en bus a conocer lo desconocido; necesitaba saber dónde iba a vivir pues no podía viajar más de 150 kilómetros todos los días.

De esa manera,, tuve mi primera experiencia como inquilino, como un forastero, un inmigrante solitario, perdido en las inmediaciones de la Coca Cola buscando la terminal de Musoc. Un profesor recién graduado de la UCR, con una novela de Fedor Dostoiveki a medio camino.
En bus de la Musoc, rapidísimo, (estamos en los noventas, no ha llegado todavía la invasión motora) asientos reclinables, viajo solo, “no necesito a nadie alrededor”. Alcanzar  el Cerro de la Muerte es parte del ser costarricense.

Ciertamente PZ me era desconocido; me habían hablado mucho de su parecido con Turrialba. Yo había marcado, para solicitar la propiedad, todo Cartago y San José; jamás  imaginé que chepe llegara tan al sur. Estaría solo un año en Platanares pero en los noventas la Tierra giraba un poquito más despacio y la vida no era tan inmediata, de ahí que ahora me parece que fue como dos años.

Cuando llegué finalmente a PZ, me senté en una banca de la pequeña terminal. Recuerdo que se acercó un limpiabotas, un hombre pequeño, moreno, “muy cacharpeado”, me ofreció limpiarme los zapatos y cuál es la sorpresa en el anagnórisis: ¡Daniel!  ¡Lopi!  Era Lopi, ese mismo, el niño  que me gorreaba en primaria cuando cursaba el quinto y sexto grado en la famosa escuela Jenaro Bonilla Aguilar:
-¿Pero…. cómo Daniel?
-Tanto tiempo, espero que no me vayas a pegar esta vez.
-No me diga eso Dani, vea como me trató la vida a mí y vea a usted, ¡qué bien se ve!
Sentados en la banca, lo escuché y el me escuchó. Yo le conté que me había hecho profesor y él me narró su novela de terror en el alcohol y en las calles. Por supuesto que los dos sacamos el violín. Me hizo que lo perdonara.  
Él me dijo cómo llegar a San Rafael de Platanares. Con lágrimas en los ojos nos despedimos. Lo salvé con algo de dinero  y me fui calle abajo en busca de la terminal Gafeso. Después de unas cuantas cuadras y llegué al mercado. ¡De maravilla el mercado contiguo a la terminal! Había varias sodas con ricas comidas caseras, caminé por los pasillos del mercado y busqué la puerta de los vuelos a San Rafael.  

No recuerdo los detalles mi presentación con la directora. Solo tengo en mi memoria sus ojos achinados. Pasaba muerta de risa conmigo. Creo que me quería. Recuerdo cuando almorzábamos juntos y veíamos la telenovela Morelia; me encantaba la villana, la ambiciosa Karina Lafontaine interpretada, nada más y nada menos, que  por Cecilia Bolocco, la ex Miss Universo 1987, divorciada de Carlos Menen.

La directora me ofreció un hospedaje muy singular que le decían El Internado. Era una enorme estructura, que sirvió de residencia estudiantil en los comienzos del colegio, pero en los noventas, gracias a las mejoras en la red vial, llegaron empresas de buses y los estudiantes prefirieron viajar. La casona fue olvidada.
El edificio constaba de dos plantas, seis cuartos pequeños en cada una, cuatro letrinas y la misma cantidad de duchas que las había robado y solo funcionaba una. Los baños tenían un espejo roto como mis recuerdos, con tres picos como el sombrero y una vieja pila me lavan la cara con agua y jabón.

Había una escalera de madera al fondo del pasillo, muy oscura después de las cinco; un gran balcón con su baranda de madera. El orden y limpieza corría por mi cuenta olvidada; El Internado era solo para mí,  ahora tenía que pagar por la lavada y aplanchada. No podía faltar la señora que me ofreció la alimentación.

El tenebroso internado; __ahí asustan profe__, me dijo una señora; ahora puedo decir:  “ya pasé por donde asustan”. La enorme estructura estaba en la finca del Colegio, solo había que subir por una calle lastrada a una de las terrazas de la finca. El Internado estaba en medio de cafetales y  al frente de los proyectos de gallinas y conejos. También tenían una rústica  chanchera. “Al chile” me vieron cara de guachimán.

“El Internado” fue mi Castillo de Grayskull. Al principio, “mi recámara” estaba en el  segundo piso pero luego me mudé a la primera planta con mis libros, una espuma, sábanas, dos cobijas, un despertador, una grabadora con mis eternos cassete y mi guardarropa que consistía básicamente en un tubo con unas cuantas camisas y pantalones. En todos los cuartos había camarotes pero cuando me instalé finalmente en el primer cuarto a mano izquierda, cambié esa palabra derivada y la convertí en solo cama. Mi cama.

La habitación de arriba la dejé como oficina, bodega, sala de estar y demás funciones. En esa habitación escuché por primera vez, en la madrugada las gotas del sereno cayendo sobre las hojas secas.

El balcón me inspiraba mucho, sobre todo “del crepúsculo al amanecer”; interpretaba  personajes literarios o  tenía un romance sonámbulo soñando en la baranda del balcón, un carámbano de luna me sostiene el verso con galaxias de luciérnagas y lechuzas al lado de la luna, perdido en la noche, leyendo las estrellas; algunas veces solo  y otras muy bien acompañado.

Me había cambiado de cuarto, movido por unos misteriosos sonidos. La segunda noche que dormí abajo, los fenómenos paranormales se incrementaron, se oía como un abrir y cerrar de puertas. Entonces recordé una famosa película de terror de los años 70 y esperé “el día después de mañana”.  Me armé con un Nuevo Testamento de bolsillo pandereta, agua bendita, un crucifijo, un foco y mucho miedo. Busqué el famoso salmo de protección: “al que habita a la sombra del altísimo”.

Con estos signos medievales, el ritual me esperaba. Como a las siete de la noche  la oscuridad era inmensa en la segunda planta. Es el momento_ me dije_; leyendo el salmo, comencé a subir las escaleras, poco a poco, al mejor estilo del padre Damian Karras, cuando llegué finalmente al pasillo, la luz del foco alumbró el zaguán y las puertas de los cuartos aparecieron en lúgubre hilera. Entonces comencé a caminar despacio, el piso de madera traqueaba; la oscuridad me tocaba las espaldas. Según el rito, ahora le tocaba el turno a las letanías del Rosario: puerta del cielo, ruega por nosotros, segunda puerta, ten piedad de nosotros, tercera…… avanzaba con valentía pero cuando llegué al centro del pasillo ocurrió lo insólito: una turbamulta de algo pesado salió de uno de los cuartos y quedé petrificado, con un pedazo de hielo en mi corazón; solo pude ver unos enormes rabos pelados que  pasaron dándole brillo a mis zapatos. Desde ese momento dejé de molestar a mis amigas las zorras que vivían en la segunda planta.  

Mis amorosos y preocupados padres me fueron a dejar a San Rafael de Platanares. Mi madre era una metáfora de tristeza cuando vio la casa de los monsters.

Viajamos los tres, desde Canadá de la Suiza de Turrialba hasta San Rafael de Platanares de Pérez Zeledón en mi recordado Toyota land cruicier.

Mis abuelitos queridos estaban vivos y me despidieron,  pero esa imagen episódica se perdió en la niebla; me parece ver a mi padre, manejando magistralmente su carro;  aquel vehículo rural era el reflejo de  su vida ordenada y seria. Seguramente pasamos a los Chespiritos a comer algo pero no hay fotografías de ese viaje y en mi mente solo quedan negativos velados en una neurona perdida en el espacio.

Lo peor es no tener el poder de la imagen en las fotografías. En aquellos tiempos, poco globalizados, no teníamos la costumbre de andar tomándonos fotos;  además faltaba mucho para que naciera ESTEB JOBES para que las TICS se democratizaran y entraran con el libre comercio a las masas y todos anduviéramos pegados a los teléfonos inteligentes.

 El viaje era como interminable y después del Cristo comenzamos a ver el gran valle del General. En San Isidro almorzamos cerca del parque. Fui el guía que los llevaría al  pueblo con el nombre del arcángel que invadió las tierras de los bruncas. Pasamos el General viejo, carretera interamericana sur, después cruce hacia Pejibaye, mil vueltas y guindos, puentes escandalosos, cafetales y un tierrero rojo que costaba quitar de los pantalones.

Mis padres me contaron después,  que  lloraron al verme en ese lugar tan remoto, con un teléfono “administrado” y con solo dos carreras de buses: uno que llegaba en la mañana y otro en la tarde, si perdía una de esas carreras tenía que caminar varios kilómetros desde Mollejones hasta San Rafael.

Una vez hubo lluvias torrenciales y “desbarrumbos” que dañaron los cables de luz y teléfono; quedamos completamente incomunicados dos días y dos noches de oscuridad.

Más de una vez me dejó el bus de Platanares y tenía que irme en el de Pejibaye. Entonces tenía que caminar; si tenía suerte, lograba un aventón, de perlas si era una moto; inmensamente feliz en aquel paseo, viendo los cafetales y los árboles.

Recuerdo una caminada fatal. Había almorzado mucho en PZ.  Me bajé del bus por la puerta trasera. Solo con mi soledad  comencé la caminata, iba tranquilo, con firme y empujado paso, en bajada, por aquella calle asfaltada, hasta que, vino sin que nadie lo esperara; un agudo trueno intestinal se dejó escapar; fueron unas fuertes pasadas, era el anuncio profético de una gran evacuación, algo así como una tormenta perfecta de garbanzos con pollo; no había espacio para el razonamiento, que el esfínter no aguanta, cafetal a la vista, corra rápidamente a las matas mojadas, quite bandolas, bájese los pantalones y cuádrese;  ya tenía experiencia humana en cubrir necesidades a cielo abierto y habían suficientes hojas de poró a  mano. El problema fue la salida del cafetal pues había llovido mucho y me fui resbalado como en tobogán de parque de diversiones. Daba lástima cómo quedé, con barro colorado hasta en las orejas.  

¿Cómo era el pueblo? Entontes, los proyectos habitacionales de bien social no habían llegado con sus problemas, la mayoría de los lugareños eran dueños de su lotecito y hasta fincas de café tenían, pero moribundas, gracias a la caída de los precios y al desdén de los políticos, de ahí que muchos lugareños emigraron a New Yersi dejando esposas e hijos.

Por supuesto que había una parroquia con un padre para todos, misas, funerales matrimonios…...  Los domingos no podía faltar la mejenga en la plaza, que no estaba frente a la iglesia pero si  frente al salón comunal y su cantina (muy buena la fórmula plaza de futbol y cantina al frente); había también un bar al otro lado del río, ahí, solitario en la barra, escuché por primera vez You are not alone de Michael Jackson. Cerca de ahí vivía una muchacha que se enamoró de este joven profesor.

San Rafael tenía su pul, mini centro social exclusivo para los hombres del pueblo o de otros lugares como El socorro. Era un viejo negocio de madera con dos puertas al frente y grandes ventanas, uno de los conserjes del colegio me invitó al pul y rápidamente saqué tarjeta de cliente frecuente. Me enseñaron a jugar bola negra y nos daban hasta las doce en amena tertulia.
Después de sobrevivir a una juventud rebelde en los años ochenta, este ingenuo profesor se enfrentaba a una titánica labor; no tenía idea de la experiencia y responsabilidad social que me esperaba; ahora trato de verme con más de 300 estudiantes de todos los niveles, un departamento de español para mi solo

Los lunes tenía cartón lleno: entraba a las siete en punto con la 8-2 y cuando me daba cuenta ya eran las siente y cuarenta; cambio de sección,  salía corriendo entonces a las aulas nuevas; cambie de casset con  la 11 - 1.

 A media mañana me esperaba Homero, subordinado circunstancial de los décimos años y su juventud que revienta; diseño curricular para dos lecciones; cambio y fuera; ahora de nuevo octavo. Llegamos a las once y veinte. Bendito almuerzo. Pero después no se me duerma con la modorra y el calor del Pacífico sur porque  a las doce en punto entra a escena con los cuarenta estudiantes de la  7 - 3,  bien sudados; se acerca la meta pero antes reprogramé su curriculum para una lección de octavo y otra de noveno; la 7- 1 cerraba la maratón pedagógica a las cuatro y cuarenta con un salario sin anualidades y con pluses de agotamiento. 
Tenía a cargo más de 320 estudiantes. Todavía conservo el horario y el registro del profesor que me obsequió la Apse de Mondol en su cuarenta aniversario celebrado en el contexto del pacto Figueres Calderón, la gran huelga y el fin de las vacaciones de tres meses. Muchas gracias.

Pienso en esos montones de papeles, un cuaderno enorme con los planes de clase y mis cuadernos de la universidad con los apuntes del Español de Costa Rica, literatura griega, teoría literaria, gramática histórica española entre otros. Nunca me compré el televisor. La música, la literatura,  la naturaleza y la aventura eran suficiente, de por si había muy mala señal o no había del todo además no ganaba mucho, era apenas un simple mp3.

Un enorme polígrafo reproducía los famosos exámenes que confeccionaba y que  debía calificar (Eso no ha cambiado mucho solo que ahora tenemos las enormes fotocopiadoras y por supuesto la computadora) pero las semanas de evaluación siguen incólumes, sempiternas, consumiendo papel y produciendo números, estadísticas, egos de profesores y exclusión social.

 Sin laptop ni videos, pero si con una grabadora y mis canciones,  tiza, pizarra y currículo Guevara; estaba muy motivado y pasaba de los cuentos de sétimo, a la novela El  Jaul de Max Jiménez; ahora el ensayo de Abelardo Bonilla, después El hijo de Quiroga; por aquí don Quijote, por allá los poemas de Bécquer;  los sétimos años disfrutaban de mis relatos dramatizados de leyendas, como La Segua o El cadejos. Una vez llegó la directora a ver qué había pasado pues los gritos de las chiquillas la asustaron.

​

Llegué con el estreno de una directora, que se reía de mis locuras. Como siempre, había conflictos; un profesor de área técnica pretendía mis lecciones de evaluación y montó en cólera al ver que se las dieron a este novato pero en general no hubo ningún problema serio; trabajábamos con tranquilidad y nos llevábamos bien, recuerdo a todos los compañeros con mucho cariño, En aquellos tiempos inmemoriales no existían debidos procesos, ni ciber bullyng, ni adecuación curricular significativa, ni facebox  y tampoco el cansado lenguaje inclusivo de los niños y las niñas.

El internado tenía su propio código de conducta. El agua de los baños y demás venía de una naciente finca arriba, en lugar de tuberías, unas grandes mangueras negras abastecían el internado. Cuando llovía muy fuerte la presión del agua colapsaba las mangueras y el internado se quedaba sin agua.

 Aprendí entonces que debía ponerme las botas de hule y  caminar finca arriba a buscar dónde bendito se había soltado la manguera madre. Pero me daba mucha pereza salir desde buena mañana a jugar de fontanero, por eso optaba por bañarme en un pequeño tanque de captación que estaba a unos escasos metros del internado.

El estanque tenía unos chorros de agua,  que hacían de ducha al aire libre. No me gustaba mucho quedarme como Adán restregándose en el Éufrates pero ni modo, se corría el riesgo. Una mañana después de unos  aguaceros nocturnos tuve que optar por el baño público. En chancletas, con el pañillo, jabón y champú me fui de pasarela en medio del barrial hacia uno de los chorros de agua; cuando iba  pasando por unas matas de malanga, el talón se me salió de la cam lum y fue a parar bien riquito al aguijón de un pequeño escorpión. Pegué cuatro gritos. El dolor era insoportable;  con todas mis fuerzas y rabiando fui arrastrando mi pierna hinchada para el cuarto y ahí, tirado en la cama, aguanté el ácido hasta que abrieran el dispensario. Ese día me incapacitaron.

Pero solo esa incapacidad tuve. Todo el año trabajé pura vida. El programa no fue un obstáculo para cantar y reír. Yo quería que todos mis estudiantes pasaran. Nunca me gustó ser una zaranda de exclusión social.

Ahora, en los comienzos del epílogo de mi vida puedo cantar “gracias a la vida” pues tuve la fortuna  de trabajar en una zona rural y en ese inolvidable colegio. La experiencia en las aulas supera cualquier curso de pedagogía o educación. Ahí comencé a pensar en la función social de la educación.

 Anduve por fiestas patronales y cívicas en Bolivia y en Los Reyes. Fue un año de muchos cumpleaños, rezos, almuerzos. Un baile en Buenos Aires de Puntarenas, paseos a fincas lejanas. Participé de tertulias hasta la madrugada con amigos y recuerdo  paseos a Punta Uvita con luna llena incluida y una gira educativa al Daniel Flores con los 10 años. Tengo recuerdos escritos por ahí.

Termina 1995 y con mi traslado por excepción camino junto a unos jóvenes que me ayudaron a cargar el equipaje. Mis padres llegarán pronto a San Rafael. Me voy pensando en volver.  



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    José Daniel Guevara

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